Juego de mentiras by Ruth Ware

autor:Ruth Ware [Ware, Ruth]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga
editor: ePubLibre
publicado: 2017-04-01T04:00:00+00:00

A veces, cuando sueño con el ruido de una pala que araña el suelo de arcilla, me despierto y me cuesta creerlo, porque llevo mucho tiempo huyendo de los recuerdos, ahuyentándolos, ahogándolos en alcohol o en la rutina diaria.

«Cómo». Esa es la palabra que resuena en mis oídos. ¿Cómo se te ocurrió? ¿Cómo pudiste plantearte siquiera que fuera correcto? ¿Cómo pudiste pensar que lo que hicisteis era la solución a la terrible situación de Kate?

Y, sobre todo, ¿cómo lo has sobrellevado? ¿Cómo has podido vivir sabiendo eso, convivir con el recuerdo de aquella estupidez fruto del pánico y la borrachera?

Pero aquella noche eran otras las palabras que resonaban en mi cabeza cuando fumábamos, bebíamos y llorábamos en el sofá de Kate, abrazándola mientras la luna ascendía por el firmamento y la marea borraba las pruebas de lo que habíamos hecho.

«Por qué».

¿Por qué hizo eso Ambrose?

Lo descubrimos a la mañana siguiente.

Habíamos planeado quedarnos el resto del fin de semana allí para cuidar a Kate, hacerle compañía y consolarla, pero cuando el reloj de pie dio las cuatro, ella apagó el cigarrillo y se enjugó las lágrimas.

—Tenéis que volver.

—¿Qué? —Fatima alzó la vista de su vaso—. No, Kate.

—Sí, tenéis que iros. No habéis pedido permiso, y de todas formas es mejor que no… que tengáis…

Se interrumpió. Pero ya sabíamos qué quería decir, y sabíamos que tenía razón, y cuando el alba llegó a la marisma nos pusimos en marcha, temblorosas y mareadas por el vino y la turbación, con los músculos todavía doloridos, pero con el corazón más dolorido aún por haber dejado a Kate, pálida y desvelada, acurrucada en un extremo del sofá.

Era sábado, así que cuando nos metimos en la cama y corrimos las cortinas para que no entrara la luz intensa de la mañana, no me molesté en poner la alarma. El sábado no pasaban lista a la hora del desayuno, nadie comprobaba si estábamos o no, y se aceptaba que te lo saltaras y no aparecieras hasta la hora de comer, o que te prepararas unas tostadas en la sala común de las mayores, donde había una tostadora, uno de los privilegios de las alumnas de quinto.

Ese día, sin embargo, no pudimos quedarnos durmiendo hasta tarde. Los golpes en la puerta sonaron temprano e, inmediatamente después, el ruido de la llave maestra de la señorita Weatherby en la cerradura de nuestro dormitorio. Fatima y yo todavía estábamos tendidas boca abajo, tapadas con nuestras mantas rojas de fieltro, parpadeando y desorientadas, cuando ella entró a grandes zancadas en la habitación y descorrió las cortinas.

No dijo nada, pero tampoco se le escapó un detalle: los vaqueros con arena que había dejado colgados del respaldo de la silla; las sandalias sucias de barro; los cercos de vino tinto que teníamos en los labios o el olor inconfundible a cerezas maduras del alcohol que se filtraba por los poros de la piel de dos adolescentes resacosas.

En la otra cama, Fatima intentaba incorporarse. La vi apartarse el pelo de la cara y parpadear, deslumbrada por aquella claridad cruel.

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